Periódico Digital ECO Reportaje (A)

Un domingo especial

Aquel domingo me desperté a las 7:00 de la mañana, sí, muy temprano para ser domingo. No sonó la alarma del móvil (por suerte no existían), ni el despertador; en el silencio de la noche oí la voz de mi padre diciendo: “Vamos, levántate, tenemos aún una hora de camino y se nos va a hacer tarde”. ¿Tarde? Pensé. ¡Si en el campo no nos espera nadie!

Como hombre de campo que era, mi padre sabía que llegar tarde era ir detrás de otro que haya llegado antes; y si la intención era coger espárragos, setas o cualquier otra cosa, pues… te volvías sin nada.

Aquel día de invierno, nublado, con niebla baja, de esa que moja las matas y te pone chorreando sin llover, parecía perfecto para pasarlo en el campo, entre jaras, aulagas, madroños y encinas. El olor de las plantas, limpias por la lluvia de los días anteriores trasminaba, y aún, tras casi cuarenta años, lo recuerdo como si hubiera sido ayer.

El cielo estaba plomizo y una ligera llovizna nos sorprendió cuando estábamos más alejados del cortijo. De todas formas ya íbamos mojados de cintura para abajo. Tras un par de horas más subiendo y bajando cerros volvimos al cortijo con un buen manojo de espárragos.

La chimenea nos esperaba encendida, las ramas de olivo sudaban burbujeando la humedad que aún les quedaba en su interior y nuestros pantalones y botas humeaban al calentarse. La verdad, era muy gratificante sentir el calor de las llamas mientras nos distraíamos quemando alguna vara de olivo. “Os vais a orinar en la cama”, decían los mayores. La verdad, siempre me pregunté ¿qué relación habrá? Suerte que nunca acertaron.

Tras secarnos y entrar en calor nos pusimos a comer. ¡Vaya migas! No faltó de nada en aquella comida. Pimientos fritos, chorizo, torreznos, morcilla, sardinas, granada y naranjas con bacalao. Sólo recordándolo se me hace la boca agua de nuevo.

Después de comer y tras un breve descanso nos dirigimos caminando hasta el pozo, se encontraba bajando una ladera hasta un pequeño arroyo temporal que durante el verano permanecía seco. Junto al pozo, sobre un gran eucalipto, anidaba una pareja de águila imperial. Sólo anidaron allí un par de años, tras los cuales no volvieron. Un tiempo después supe que las águilas imperiales suelen anidar en grandes árboles (principalmente encinas o alcornoques de gran porte), y que los eucaliptos no son de aquí sino de Australia.

La tarde iba cayendo y nos dirigimos de nuevo al cortijo tras la excursión al pozo. Había que recoger para volver a casa. Durante el camino normalmente me dormía. Demasiada aventura para un pequeñajo como yo.

Al llegar a casa y tras un buen baño a esperar la cena viendo en la tele “El hombre y la Tierra” uno de mis programas favoritos en aquella época.No sé por qué pero al irme a la cama tuve la sensación de que ese domingo había sido un domingo especial.

Andrés Zamorano

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