Desde pequeño he tenido cierta fascinación por las películas de Hayao Miyazaki. Mientras otros crecieron con las películas clásicas de Disney como El Jorobado de Notre Dame o La Bella Durmiente, y otras más modernas como Cars o Toy Story, y aunque no negaré que esas son maravillosas películas, mi infancia se vio marcada por un estudio distinto, Ghibli, e incluso a día de hoy siento que sus películas cuentan con más “alma” o “espíritu” que los ejemplos occidentales que he presentado. Gran parte de esto se debe a la atención al detalle del director, el ya mencionado Miyazaki, pero también a la energía que emana de sus personajes.
En las películas de Ghibli no suele haber demasiado espacio para la comedia. Con esto no digo que no haya momentos cómicos, al contrario, abundan; pero los contextos en que aparecen están siempre separados del resto de la trama. En ese sentido, no son comedia orgánica que sea natural dentro de la realidad de la película, sino más bien comedia visual del tipo “No me creo que eso acabe de pasar”, como que un soldado pelee con un minero a pecho descubierto en mitad del pueblo mientras el resto de habitantes miran en El castillo en el cielo (1986) o que el hijo de Yubaba acabe convertido en ratón en El viaje de Chihiro (2001). Este, sin embargo, no es el caso con El Castillo ambulante (2004), que carece de momentos como los ya dichos. En su lugar, la película de 2004 hace recaer su comedia en sus personajes directamente, en cómo son, cómo actúan, cómo piensan, etc. Desde la cobardía de Howl a la quisquillosidad de Marco, pasando por la extenuante energía iracunda de Sophie, y como ocupa a este artículo, el carácter de Cálcifer. Por supuesto, se recomienda haber visto la película antes de comprender este texto. Se avisa además de “spoilers” de El Castillo ambulante (2004).

De acuerdo a las tesis clásicas de la narrativa, Cálcifer, el demonio de fuego es un personaje de relevo cómico, un secundario cuyo único cometido es hacer gracias y rebajar el tono de las escenas más tensas o cargadas emocionalmente y, aun así, Miyazaki lo vuelve una pieza central de la historia que cuenta, así como una conexión con otras anteriores. Más allá del inherente carisma del personaje, que no podría ser explicado ni en mil artículos, Cálcifer es la representación de los problemas personales y espirituales del protagonista masculino, Howl, al ser el recipiente de su corazón y, por lo tanto, de sus poderes. No solo eso, es una estrella que ha tomado la forma de un demonio de fuego al tomar el corazón de Howl, y es en este aspecto del personaje en el que deseo detenerme para verlo en toda su extensión. A pesar de su título, es un personaje casi inofensivo durante toda la película y su labor principal es servir a Howl como guardián del castillo. Aquí reside el motivo por el que este pequeño fuego consigue permanecer en la memoria de aquellos que ven la película de manera tan grata, y es que Cálcifer apela a dos de las historias más populares de la humanidad.
Por un lado, la historia de Androcles y el León, o el tropo del protagonista que doma una bestia que acaba siendo su amigo fiel y lo salva del peligro que lo amenaza. En parte, la popularidad de este tropo se debe a la conexión que comparte la Humanidad con el perro, pero también porque en el mundo clásico, donde se ambienta el mito, la doma de lo salvaje era un símbolo de sabiduría y superioridad, de supervivencia. En este sentido, Cálcifer es el león salvaje que, tras ser ayudado por Howl, queda en deuda con su nuevo amo y empieza a servirle, incluso si es a regañadientes, como demuestran líneas como:
“Caliéntame agua para el baño.”
“¿¡Qué, otra vez!?”
“¡Cálcifer, Cálcifer! ¿Eres tú quien está moviendo el castillo?”
“Pues claro, el único que trabaja aquí de verdad soy yo.”

Por otra parte, Cálcifer es literalmente un fuego caído de las estrellas, arrebatado a los cielos. Un fuego perseguido por los antagonistas de la película y que, de ser extinguido, acabaría con Howl. Así, Miyazaki ata a Cálcifer y Howl al mito de Prometeo, que robó el fuego de Hefesto para regalárselo a la Humanidad, y por lo tanto es condenado a que todos los días un águila, el símbolo de Zeus, le devore el hígado, solo para que este se regenere por la noche y que el ciclo se repita. En la Grecia clásica el hígado era considerado el centro de las emociones del humano, por lo que, adaptando el mito a tiempos y lenguaje modernos, Prometeo es condenado a que todos los días un águila le devore el corazón. En otras palabras, el castigo de Howl, condenado a que un demonio use su corazón como combustible y a que, si ese demonio muere, él también lo haga.
Con este aspecto de la película, además, Miyazaki conecta con el tópico de Amor omnia vincit, o “El amor todo lo vence”, pues solo con el amor de Sophie es Howl capaz de recuperar su corazón y mantener vivo a Cálcifer en el proceso.
En conclusión, Miyazaki consigue en su opus magna, El Castillo ambulante (2004), alcanzar una nueva cota de profundidad narrativa con un personaje que la mayoría recordará como “el fuego graciosete de la peli”, y que para un joven niño fascinado con la atmósfera de la película significó el inicio de una pasión vitalicia por el trabajo del director.
Antonio Chumacero Rodas, 25/09/2022
